Un Tercio para un milagro

Publicado por RSS de Intereconomía en el día de hoy, celebración de la Inmaculada.

En un punto con­cre­to del fren­te, la isla de Bom­mel, entre los ríos Mosa y Waal, com­ba­ten cinco mil es­pa­ño­les. Es el Ter­cio del maes­tre de campo don Fran­cis­co de Bo­ba­di­lla. Los re­bel­des han des­car­ta­do ata­car­los por tie­rra; de­ma­sia­do res­pe­to ins­pi­ra la que en­ton­ces era mejor in­fan­te­ría del mundo. El conde Ho­llac, al mando de las tro­pas fla­men­cas, trata de re­ca­bar el apoyo fran­cés, pero su alia­do debió de re­cor­dar lo que dijo su com­pa­trio­ta Bon­ni­vet: “Cinco mil es­pa­ño­les son cinco mil hom­bres de armas, y cinco mil ca­ba­llos li­ge­ros, y cinco mil in­fan­tes, y cinco mil gas­ta­do­res, y cinco mil dia­blos”. Así que se ra­ja­ron los fran­ce­ses.

Ho­llac di­se­ña en­ton­ces un sitio ma­rí­ti­mo, con bar­cos de poco ca­la­do, ca­pa­ces de for­mar un cerco a tra­vés de los ca­na­les, de­jan­do des­abas­te­ci­dos a los hom­bres de Bo­ba­di­lla, sin ví­ve­res, sin abri­go, sin es­pe­ran­za al­gu­na de re­ci­bir re­fuer­zos. Lo sen­sa­to es ren­dir­se, y los ho­lan­de­ses –con tal de no lle­gar al cuer­po a cuer­po– ofre­cen una ca­pi­tu­la­ción hon­ro­sa: re­ti­ra­da sin pri­sio­ne­ros y aban­dono del lugar con­ser­van­do las ban­de­ras. Bo­ba­di­lla no pa­re­ce con­si­de­rar mucho esa pro­po­si­ción: “Los in­fan­tes es­pa­ño­les pre­fie­ren la muer­te a la des­hon­ra. Ya ha­bla­re­mos de ca­pi­tu­la­ción des­pués de muer­tos”.

La frase pa­re­ce­ría una fan­fa­rro­na­da si no fuera acom­pa­ña­da por cen­te­na­res de he­chos de armas en esas mis­mas tie­rras. Esos hom­bres son los que pocos años atrás cap­tu­ra­ron Tour­nai, Mas­tri­que, re­con­quis­ta­ron Dun­quer­que y Nieuw­poort, pa­sea­ron sus ban­de­ras por Bru­jas y Gante, pu­sie­ron sitio y con­quis­ta­ron Am­be­res…

Una tabla fla­men­ca

En fin que sus bra­vu­co­na­das re­sul­ta­ban creí­bles, así que el conde Ho­llac tiene una bri­llan­te idea para des­ba­ra­tar la terca re­sis­ten­cia sin tener que cho­car el acero con los si­tia­dos: se dis­po­ne a inun­dar la isla de Bom­mel. Or­de­na volar los di­ques que con­te­nían los ríos Mosa y Waal, de­jan­do el te­rreno que ocu­pan los es­pa­ño­les prác­ti­ca­men­te anega­do. Sólo el mon­te­ci­llo de Empel so­bre­sa­le de las aguas, y allí se re­fu­gian los sol­da­dos de los ter­cios, tan can­sa­dos como antes, tan ham­brien­tos como siem­pre, y ahora, ade­más, ca­la­dos hasta los hue­sos y re­du­ci­dos a un pe­da­zo de tie­rra fá­cil­men­te bom­bar­dea­ble por el enemi­go.

Mien­tras, el cen­te­nar de bar­cos ho­lan­de­ses ocu­pan todos los fuer­tes de la zona, unien­do esa ar­ti­lle­ría a la que ya vo­mi­ta­ba fuego desde las em­bar­ca­cio­nes.
Era el 7 de di­ciem­bre. Ade­más de plomo sobre el mon­te­ci­llo de Empel tam­bién caía la noche. Los hom­bres de Bo­ba­di­lla cavan re­fu­gios de­ses­pe­ra­dos, y la pala de un sol­da­do choca con un ob­je­to ex­tra­ño, que al prin­ci­pio con­fun­de con una pie­dra. Lo coge y sa­cu­de la tie­rra que lo en­vuel­ve; es un trozo de ma­de­ra. Según sus manos re­ti­ran el barro y la arena, va des­cu­brien­do poco a poco co­lo­res azu­les y blan­cos, hasta que apa­re­ce al fin –sobre aque­lla ol­vi­da­da tabla fla­men­ca– la fi­gu­ra de la In­ma­cu­la­da Con­cep­ción.

El ha­llaz­go no es una anéc­do­ta. Ade­más de a su rey, aque­llas tro­pas están allí sir­vien­do a una fe. De hecho, en las ciu­da­des ca­tó­li­cas que están de­fen­dien­do –como Bol­du­que– los ha­bi­tan­tes han sa­ca­do en pro­ce­sión al San­tí­si­mo Sa­cra­men­to ro­gán­do­le por los si­tia­dos. Y justo en­ton­ces apa­re­ce aque­lla ima­gen de la Pu­rí­si­ma. La de­vo­ción es­pa­ño­la a ese dogma que Roma tar­da­ría aún va­rios si­glos en re­co­no­cer se hace in­clu­so más fer­vo­ro­sa entre los soldados.

La cruz de San An­drés

La In­ma­cu­la­da es ve­te­ra­na de las Navas de To­lo­sa y de la con­quis­ta de Gra­na­da; a ella se en­co­men­da­ron los ven­ce­do­res de aque­llas ba­ta­llas. Y ahora apa­re­cía allí, en aque­lla ra­to­ne­ra de Empel, donde sólo un mi­la­gro podía evi­tar la de­rro­ta.
Ofi­cia­les y sol­da­dos co­rrie­ron a cons­truir un altar de pie­dras y barro, y sobre él la ban­de­ra con las aspas de San An­drés, para ve­ne­rar la ima­gen en­con­tra­da, a la que le rezan una Salve.

Ter­mi­na­da la ora­ción, re­con­for­ta­dos aque­llos hom­bres por aque­lla ca­sua­li­dad que haría son­reír con es­cep­ti­cis­mo a nues­tras men­tes mo­der­nas, Bo­ba­di­lla se di­ri­ge a sus hom­bres: “¡Sol­da­dos! El ham­bre y el frío nos lle­van a la de­rro­ta; el mi­la­gro­so ha­llaz­go viene a sal­var­nos. ¿Que­réis que se que­men las ban­de­ras, se inuti­li­ce la ar­ti­lle­ría y abor­de­mos de noche las ga­le­ras, pro­me­tien­do a la Vir­gen ga­nar­las o per­der todos, todos, sin que­dar uno, la vida?”. Y qui­sie­ron. El plan era de­ses­pe­ra­do, pero no había otra al­ter­na­ti­va: subir a bordo de al­gu­nas bar­qui­chue­las que te­nían, desa­fiar a la ar­ti­lle­ría enemi­ga y tra­tar de tomar al abor­da­je los bar­cos ho­lan­de­ses. Pero lo ver­da­de­ra­men­te pro­di­gio­so vino des­pués. Por­que un vien­to po­de­ro­so y gla­cial co­men­zó a azo­tar aque­llas tie­rras y aque­llas aguas. Todo se en­vol­vió en hielo. Los bar­cos ho­lan­de­ses no tu­vie­ron más re­me­dio que re­ti­rar­se antes de que­dar blo­quea­dos. Para los es­pa­ño­les, por el con­tra­rio, re­na­cía la es­pe­ran­za.

A mar­chas for­za­das, co­rrien­do sobre el hielo del río, los ter­cios de Bo­ba­di­lla asal­ta­ron los fuer­tes, que ca­ye­ron uno tras otro. Y lo mismo hi­cie­ron con los bar­cos que no ha­bían po­di­do es­ca­par. Cap­tu­ra­ron 10 na­víos, ví­ve­res, toda la ar­ti­lle­ría y mu­ni­ción enemi­ga, hi­cie­ron 2.000 prisioneros… una vic­to­ria total que sólo unas horas antes pa­re­cía im­po­si­ble. No sólo a los es­pa­ño­les les pa­re­ció aque­llo fruto de una in­ter­ven­ción di­vi­na. Tam­bién Ho­llac em­pe­zó a sos­pe­char que lu­cha­ba con­tra fuer­zas de­ma­sia­do po­de­ro­sas: “Para mí, tal pa­re­ce que Dios es es­pa­ñol al obrar tan gran­de mi­la­gro”.

La Pu­rí­si­ma al res­ca­te

La ba­ta­lla aún con­ti­nuó dos días. Llo­vió y el hielo se des­hi­zo. Los ho­lan­de­ses tu­vie­ron que re­ti­rar­se. La ima­gen de la In­ma­cu­la­da fue tras­la­da­da a la igle­sia local en Bal­du­que. Hasta en­ton­ces, cada ter­cio tenía su pa­trón o pa­tro­na; des­pués del mi­la­gro de Empel, la In­ma­cu­la­da se con­vir­tió en pa­tro­na de todos los ter­cios de Flan­des e Ita­lia. Se fundó luego la co­fra­día de los Sol­da­dos de la Vir­gen Con­ce­bi­da sin Man­cha. Su pri­mer co­fra­de fue Bo­ba­di­lla. A ella per­te­ne­ce­rán todos los alis­ta­dos en los ter­cios de Flan­des e Ita­lia.
El 12 de no­viem­bre de 1892, la reina re­gen­te Doña María Cris­ti­na fir­ma­ba la orden que daba carta ins­ti­tu­cio­nal a lo que ya era un hecho con­su­ma­do desde tres si­glos atrás: la ad­vo­ca­ción de la In­ma­cu­la­da como pa­tro­na del Arma de In­fan­te­ría.

¿Fue un mi­la­gro? No hay dic­ta­men ca­nó­ni­co al res­pec­to, aun­que el in­só­li­to fe­nó­meno me­teo­ro­ló­gi­co que tuvo lugar aquel 8 de di­ciem­bre de 1585 en la isla de Bom­mel ha sido ob­je­to de es­tu­dio e in­ves­ti­ga­ción por his­to­ria­do­res y me­teo­ró­lo­gos ho­lan­de­ses. Hoy el Ins­ti­tu­to de Me­teo­ro­lo­gía ho­lan­dés se li­mi­ta a cer­ti­fi­car que aque­llo, la con­ca­te­na­ción de cir­cuns­tan­cias que pro­du­je­ron que el agua al­re­de­dor de la isla de Bom­mel se he­la­se en una sola noche, fue un fe­nó­meno por com­ple­to inusual y nunca visto en esas tie­rras. Desde luego aque­llos hom­bres sí cre­ye­ron que la Pu­rí­si­ma había acu­di­do a res­ca­tar­los. Así, por el mi­la­gro de Empel, la In­ma­cu­la­da es la pa­tro­na de la In­fan­te­ría.

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